El sol aún continúa escondido tras los telones de la vida diaria, y en la cama cada segundo se hace una eternidad, cada movimiento dentro de la misma es como acariciar nuevos y recónditos espacios congelados. El frío del exterior no incita a salir del lecho que años hace ya, fuera el espacio escogido para sufragar las necesarias fusiones conyugales. Ahora está vacío, como el día. El levantarse a esas horas, trae consigo la agonía de las horas restantes, hasta que la oscuridad vuelva a hacerse dueña de las arrugas que marcan sus sueños.
La magdalena del martes ya parece un poco dura, pero logra hacerla pasar por su garganta tras remojarla en el vaso de leche caliente, que a cada sorbo parece echar a un lado al ambiente frío, seco, solitario y agobiantemente silencioso. No hace dos minutos todavía que se agotó el sustento matinal, y ya comienza a esparcirse de nuevo la manta que arropa los recuerdos del ayer, que revelan secretos hoy descubiertos, secretos a la vista durante tantos años, y tras los mismos, echados en falta. No lograba quitarse de la cabeza la añoranza de la mano femenina que un día, durante más de cuarenta años, habitaba la casa silenciosa.
Los muebles acumulaban cartas del banco, una encima de otra, y entre medias, algún folleto del supermercado, y, tanto unos como otros, se dedicaban a recordarle que faltaban unos días para volver a disponer de la paga mensual, le venía a la mente el frigorífico, pero no se disponía a dejar que esas cartas le amargaran el día que se le venía encima, ya de por sí tan… introvertido.
La luz ya se reflejaba poco a poco en las calles mojadas por la lluvia de la noche pasada, lluvia que se forjó en sus ojos, como cada tarde, pero que aquella noche quiso acoger en su regazo el cielo. Lo mejor sería coger el abrigo y salir a la calle, conversar con sus vecinos y pasar la mañana en compañía de tantos como él, entre naipes, recuerdos y sollozos, vivencias de tiempos pasados, y anhelos por un futuro corto.
A la hora de la comida, ya en casa, en la mesa de la cocina, se acordó de sus dos nietos, se los podía imaginar como, años atrás, cuando aún no subían dos palmos del suelo, le hacían reír con sus trastadas. Ahora recordaba aquellos tiempos, con la mesa puesta y comiendo todos juntos, con su hija, y logró sonsacarse una sonrisa cuando se le vino en mente que faltaban unos días para Navidad, quizás ese año, pudiera venir a pasar la noche al pueblo, los últimos tres años no había podido, la vida en la ciudad estaba difícil y su trabajo le exigía un tiempo valioso, él sabía que ese año no le diría que no podría ir, ya que le iba bastante bien a su yerno y su hija había dejado el trabajo para ocuparse de la casa, por fin iba a ver a los dos mocosos, que ya, seguramente abultarían el doble que él.
Miraba la foto a cada segundo. Le gustaría que estuviera allí, en ese momento, y en el momento de la cena de nochebuena, cocinaba de una manera magistral y única el cordero asado. La echaba en falta, echaba de menos la compañía, la vida en la casa, cuando no era silenciosa. Siempre le estaba renegando, siempre tenía algún motivo por el que despertar un enfado, por pequeño que fuera, pero eso le hacía estar vivo, le recordaba lo importante que era, y, que había siempre alguien a su lado, que la cama no era un nicho en vida, que los muebles eran de color nogal, que en la casa no reinaba el olor de humedad… le recordaba a ella, le recordaba a él, al que era y al que ya no dejó ser, o quizás no pudo tras la marcha de todo su sentido de vida, su hija al olvido y su mujer a su descanso.
Se arrepentía se ser como fue, pero lo añoraba porque era, ahora solo era dueño de los reproches de su hija, pero él esperaba que el olvido en torno a él, se rotara al olvido al pasado, su hija lo haría por él.
En la habitación de la abuela había dos estufas que tendría que sacar para ponerlas en el salón, hacía mucho frío allí, y su yerno no aguantaba muy bien el frío seco del pueblo, aún recordaba que la última navidad, la última que estuvieron todos, juntos, se fue con una pulmonía de mil demonios. No quería que Antonio se sintiera mal en la casa, no fuera a ser que no quisiera volver.
Mientras apartaba el sofá viejo, para sacar las estufas, sonó el teléfono, eran las cinco de la tarde, dos horas más tarde y lo hubiera despertado. No estaba acostumbrado a que le llamaran por teléfono, quizás se hubieran equivocado.
Era su hija, le deseaba una feliz Navidad, se iban a pasar las vacaciones a las Canarias, él se alegró por sus nietos, seguro que disfrutarían en la playa esos días, colgó el teléfono al tiempo que el murmullo de la casa le arropaba, al tiempo que los recuerdos le iban marcando cada uno de sus lamentos, hasta que se sintió descubierto ante el frío, ante la soledad y ante el silencio de su anhelo, esa tarde ya no llovió en sus ojos.
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