sábado, 20 de agosto de 2011

MIRANDO NUESTRO CIELO


Le gustaba mucho ir a pescar a su casa, como él decía. Quién le iba a decir a él, cincuenta años atrás, que allí iba a pescar las carpas más grandes que nunca hubiera visto. Le encantaba acudir todos los fines de semana de primavera, cuando el tiempo le dejaba, y cuando su mujer no le hacía ir a visitar a su hija, o hacer alguna chapuza en la casa. Él se volvía loco por sentir  el olor de los tomillos, del romero, al tiempo que se relajaba tomándose unas patatas fritas con una cerveza a la sombra del nogal que le viera crecer, desde lo que antaño fuera el monte.



Nunca acudía solo, en todo momento escuchaba en silencio los susurros del movimiento de su esposa, que sigilosamente se acercaba a él a cada rato, y cogiéndolo de la mano esperaban, entre un agradable escalofrío, que la caña rompiera el impecable reflejo del sol. Ella sabía que para él, esos momentos eran muy importantes, allí, juntos, soñaban, se dejaban llevar, allí, juntos, mirando su cielo.



Aquella mañána de domingo, se habían despertado muy temprano, Luis llevaba mucho tiempo sin ir al pantano, y estaba impaciente, no había podido pegar ojo,  y emprendieron el camino al amanecer.



El camino era corto, pero era agradable conducir al alba entre viñas y monte, era grato pensar que la mano de Victoria esperaría junto a la suya a que llegará la pesca, en fín, el día se iba forjando entre ilusiones, sueños y recuerdos.



Cuando llegarón no podían creer lo que estaban viendo, qué desilusión, cuanto más se acercaban al pantano más triste y desolado se pintaba el paisaje, la sequía había hecho mella en su paraje de relajación. Ya desde lejos, se podía divisar el suelo cuarteado y seco donde meses atrás solo se veía el reflejo del sol nadando entre carrizos y algunas anátidas. Entre ese suelo cuarteado, también se veían estructuras de piedras, antiguas casas totalmente degradadas, que hicieron generar una mezcla de tristeza y añoranza en la mente de Luís.



Aparcaron el coche bajo el nogal, y luis se dirigió inmediatamente, saltando entre aulagas, tomillos y coscojas hacia el fondo del pantano. Victoria le siguió con algo más de dificultad, el vestido y los zapatos no eran todo lo adecuado para saltar como cual cabra entre tanta vegetación seca y espinosa. Cuando se vieron los dos abajo, a Luís le pareció poder llenar el pantano con cada lágrima que se desprendía de sus ojos, los recuerdos se apoderaron de su mente, y solo lograba acordarse de sus años de juventud. Todo ese amasijo de piedras fue formando el pueblo que antaño se asentó en el lecho de aquel pantano, y con él, la casa de sus padres, su casa.



Le pareció escuchar aún a su madre cuando le llamaba para comer, veía en su imaginación a su abuelo venir del campo con la mula, le pareció ver tantas cosas, que creyó tener diez años, pero echando la mirada atrás, se encontró solo, con Victoria, y se abrazó a ella.



Ella entendía lo que le estaba pasando a su marido, aunque él no lo supiera, y se limitó a acompañarle en aquel abrazo, hasta que Luis despertó del letargo de aquella entrañable fusión, y cogiéndo de la mano a Victoria, le hizo pasear entre bloques de piedra, y por medio de calles soñadas, al tiempo que le contaba quién vivía en cada una de las casas que dibujaba con la mirada, dónde encerraba su abuelo a “Rosario”, la mula, y mil aventuras más de su infancia.

La tarde se les fue echando encima, y Luís quería aprovechar aquel día al máximo, que aunque no se le tornó como imaginaba antes de llegar lo disfrutó, como si el niño que llevaba dentro resurgiera, resucitara, y entoncés se dirigió a lo que fue la plaza del pueblo, e hizo sentarse a Victoria en una gran piedra que allí había, y viéndola allí sentada, tan tranquila, acompañada tan solo de su silencio, recordó una historia que nunca contó a su esposa.



Cuando Luis contaba con doce años de edad, conoció en el pueblo a una niña, un poco mas joven que él, ésta venía de la ciudad, era la nieta de la Joaquina. Recordaba como aquella niña con pinta de princesita se le acercó, se sentó junto a él, y no paró de mirarlo.



Estaban sentado en la piedra en la que ahora estaba Victoria, y cada vez que sus miradas quedaban mirándose, la tripa se le tornaba a orquesta. Ahora recuerda aquella sensación, que tan solo fue superada los primeros años de noviazgo con Victoria, su esposa.



Aquella niña tenía el pelo largo y liso, y llevaba un vestidito pálido y fino, acorde con la temperatura de aquel verano tan caluroso, la sonrisa infantil que ambos se intercambiaron, les hizo compartir un  mismo sentimiento, al menos él lo creyó así, Luis sonreía diciéndole a su esposa que probablemente aquel fuera su primer amor.



Los dos niños se pasaron la tarde allí sentados, viendo pasar a todos los vecinos del pueblo, a los segadores, oyendo el paso de las ovejas, admirando el manejo de la mula por parte del abuelo de Luis, mirándose a los ojos y mirando el cielo.



A pesar del tiempo que se tiraron allí sentados sin decir nada, al niño se le hizo muy corta la tarde, contaba ahora lo mal que lo pasó cuando la niña se despidió de él, y cuando la niña le dijo que estarían siempre juntos, en aquella piedra, en el rincón de ambos mirando su cielo.



Al tiempo que Luis contaba esta historia, sonriendo, Victoria acompañaba con una sonrisa a cada palabra que desprendía la voz de su marido, escoltada por unos ojos humedecidos que querían hablar, pero no querían interrumpir la historia, su historia.



Victoria también recordaba aquella tarde, aquel calor, Victoria era aquella niña que nunca paró de mirar su cielo, que nunca paró de mirarlo,  el primero y el único amor de su marido, acabó derrumbándose ante su marido, y su marido comprendió lo que le pasaba, los dos se fundieron en un tierno abrazo, y ambos comprendieron lo que significaron, y significan, el uno para el otro.



Luis le dijo:

-          Éste era nuestro rincón Victoria.



Y Victoria, quitándose las lágrimas de los ojos, recordando el malestar que le produjo aquella tarde separarse de aquel niño, lo mucho que lo recordó hasta que lo volviera a conocer diez años después, le contestó:

- Luis, no te equivoques, nuestro rincón está donde estemos nosotros, mirando nuestro cielo.


1 comentario:

  1. Los pelos de punta, con este final..... sigue escribiendo asi moteño.

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