En este momento lograba oler otra vez la juventud.
Mientras se vestía, recogía sus cosas y se guardaba el
dinero en el monedero, Pepe no dejaba de
mirarlo. Le saboreaba con la vista, viéndolo de espaldas, escuchando el
silencio de la habitación en ese momento. Eran efímeros aquellos encuentros, lo
sabía, y quería arañar cada segundo pagado, con los cinco sentidos.
Con un seco adiós se despidió, y Pepe, volvió a sentir la
compañía de su corto futuro en soledad.
Se asomó por la ventana, por la calle no pasaba nadie, la
noche fría del invierno invitaba a meterse de nuevo en la cama, esta vez para
dormir y dejar pasar el tiempo.
No podía creer lo que veía en ese momento, estaba allí, en
la esquina, mirándole.
El frío se apoderó de sus huesos, de su mente, de su mirada.
Respiró profundamente, cerró los ojos un instante, y se limitó a cerrar la
ventana.
Se tumbó en la cama, se arropó con la manta, y echando la
cabeza a un lado obligó a sus párpados a cubrir sus ojos, evitando en la medida
de lo posible que escapara cualquier indició de lágrima. Aunque intentaría
dormir, sabía que iba a ser complicado, pues se le hacía muy difícil pegar ojo,
cuando sabía que no iba a soñar, pues su sueño, no estaba allí con él, ahora
vivía en el aire que recorría las calles invernales de su hogar, las que un día
fueron testigo de sus manos amarradas.
La mañana llegó, como había llegado día tras día, mes tras
mes, año tras año, desde su despedida. Esa mañana, fría, silenciosa, que
entraba por cada poro de su piel congelando sus lágrimas secas, le levantó de la cama con las pocas fuerzas que
le quedaban. Le invitó a pasear por las gélidas calles del barrio, pasear,
observar, oler, saborear el presente de ese asfalto que aún estaba cubierto de
los sueños que soñaron juntos.
Paso a paso se dirigió a la esquina de enfrente de su
ventana, donde le pareció verlo de nuevo aquella noche, y allí sintió cómo una
caricia le calentaba la espalda, cómo un aliento le recorría su piel
fulminantemente erizada. Y le vino a la mente, la primera vez que se vio
reflejado en sus ojos. Eran otros tiempos, tiempos de miedos, de nervios, de
locuras, de juventud.
Ninguno de los dos daba crédito, en ningún momento de lo que
les estaba sucediendo, los dos supieron verse reflejados en el interior de
ambas miradas, los dos se encontraron mirando un solo camino, lleno de
peligros, repleto de emociones, cargado de sentimientos.
A cada paso que iba dando, se le presentaban fotogramas de
momentos inolvidables de entonces, pero esas ilusiones se veían nubladas por
las dificultades encontradas en aquel sendero aparentemente tierno. Recuerda cómo
el miedo hizo que su mirada gemela escogiera otro camino un día del pasado,
recuerda cómo brotaron de sus ojos aquellas primeras lágrimas que hablaban de
amor, que silenciaron una despedida.
Con aquellos recuerdos, y acompañado de su nostalgia,
recorría lentamente, fijándose más que nunca en cada paso que daba por la calle
de su rencuentro, la calle Pelayo.
Tras su particular éxodo, Pepe inmortalizaba en su memoria,
ahora, por esas calles, que supo vivir cada momento del cambio de su país,
de las personas. Supo ver de cerca la
libertad, palparla con cada centímetro de su piel. Vivió un sueño carnal, lleno
de esperanzas, y nunca perdió la ilusión de que algún día, él, Juan, el que
devoró con ansias toda su capacidad de amar, viera, viviera, disfrutara a su
lado de aquellos cambios, de aquel viraje repentino de la vida, que les dejaría
perpetuar los abrazos empapados que anhelaron en algún momento de sus ilusiones
y sus miedos pasados.
Y así fue. Parado, con la gélida brisa acariciando sus
arrugas, retrocedió una treintena de años para volver a ver como bajaba por la
calle, como se acercaba a él, como le abrazó, sin más testigo que el silencio
al que ambos se sujetaron, para no acabar en el suelo entre sollozos.
Mientras una sonrisa se dibujaba en su cansado rostro,
revivió las mariposas de aquel momento, ahora sentía los mismos nervios que
entonces, volvía a sentirse lleno de felicidad mientras se dejaba arropar con
el aire helado de la mañana. Esa sonrisa eternamente vendría a recordarle, que
el encuentro de aquellos caminos que un día no supieron ir juntos, al final
tenía el destino deseado, en el cual forjaron ellos mismos, de corazón, su
propia alianza eterna, olvidándose de los años que les separaron, olvidándose
de la cobardía que le dejó huir en solitario a la gran ciudad. Ambos, en aquel
momento, eran solo uno.
Ahora, sentado en la plaza del Rey, de su mente no se podía
ir la imagen de sus manos juntas paseando por Libertad, viviendo deprisa,
recorriendo Hortaleza, La Gravina, San Marcos. Eran otros tiempos, tiempos de
locuras, de excesos, de libertades incontroladas. Vivieron mucho juntos, uno
para el otro y el otro para el uno, recorriendo cada rincón de aquella ciudad
que les daba la bienvenida sin preguntas.
La añoranza nublaba su reminiscencia, y la lágrima que le
recorría por la mejilla, evocaba los deseos de marchar tras la búsqueda de Juan.
Ahora se daba cuenta de la inconsciencia de tanta vida en tan poco tiempo. Todo
hubiera dado por un poco de raciocinio entonces, todo lo daría ahora por borrar
los recuerdos de los últimos años juntos.
No quería recordar, pero en su mente se agolpaban aquellas
pesadillas. No quería revivir aquellos abrazos de tantas pieles juntas, tantos
empapados momentos de locura desenfrenada, tantos embriagados instantes de una
muerte, que se unía a aquellos abrazos, amarrados al amor externo de la frágil
alianza que no había forma de forjar completa.
No entendía, con el paso de los años, en qué momento
cambiaron la libertad, el amor, la justicia, la vida, por un billete en un tren
repleto de ignorancia que no pararía en cada estación que les deparaba la vida.
Pepe no dejó de sujetar la mano de Juan en el trayecto de la
corta vida que les dejó soñar juntos. Fue corto el camino que alcanzaron a
caminar, plasmando en él, un pie tras
otro, dejando las cuatro huellas atrás. Maldecía el momento en el que se
dejaron de ver sus dos pisadas.
Se limitaba a caminar, sin mirar atrás, entre la gente que
empezaba a aglomerar la calle por la que se abría paso, sin soltar ni una sola
lágrima. Ese adiós se quedó seco en su momento. Aquella tristeza fue, junto a
la soledad generada, su compañera de viaje. Aún sigue viéndola a su lado, y
conversa con ella, sin soltar una lágrima, en silencio.
A partir de aquel día, del último adiós de Juan, dejó de
querer recordar, se limitó a deambular por la vida muerta a la que había
vendido su alma. Sentimiento de culpabilidad, tristeza, añoranza y soledad, definían
sus dos últimas décadas. Tan solo sabía, que olvidaba cada segundo, al segundo
siguiente.
No logró alcanzar otra mano a la que amarrar. Se abrigó con
pieles que le despejaron del frío de la soledad durante fugaces momentos, quiso
encontrar en otros labios palabras mudas a las que acariciar con las suyas,
pero no encontró la mirada que le acompañara, se limitó a sentir instantes de
un fuego frío que acelerara la larga espera de su rencuentro, que como ya
experimentó en el pasado, sería cimentado por un abrazo silencioso, donde tan
solo existiera una sola persona, él y Juan.
Tubo que buscar un banco donde sentarse, muchos recuerdos habían ido construyendo aquella mañana tras su
visión. El cansancio estaba apoderándose de su mente, de su cuerpo, del frío
invernal que coloreaba el aire que difícilmente lograba respirar.
Sentado en aquel banco, inmóvil, escuchaba unas sirenas cada
vez sonar más cerca, empezó a notar alboroto alrededor, pero él seguía quieto, notando
como un aliento de calor intentaba atravesar su ahora frío y acorazado cuerpo.
Continuaba impertérrito, esbozando una sonrisa mientras veía como el joven de
la noche anterior se acercaba a él, iba marcando con su paso un milímetro más
de alegría en su rostro.
Continuaba el jaleo alrededor, pero él no intentó en ningún momento
interesarse. Solo tenía ojos para él, Juan, que venía para encontrarse con él,
que venía para abrazarlo, en silencio, esta vez para siempre. Se levantó del
banco dejando atrás a todas las personas que le rodeaban en ese instante, y se
dirigió a Juan.
Desnudó su mirada, y con las manos cogidas, vio como el
tiempo no había esperado, se había ido, fluyó, dejando en él recuerdos, surcos
secos que recorrían ahora su rostro, arrugas, que un día se formaron con las
sonrisas generadas por aquella mirada.
Juan se le acercó al oído, y volvió a sentir la caricia que
le calentaba la espalda. Juan mirándole a los ojos, le enseñó un camino
infinito, la ciudad había desaparecido, le tendió la mano, y le susurró las
últimas palabras que escucharía de sus labios, que le ofrecían la vida, ahora
sin pulso:
-
Silencio Pepe, ¿Ves ese camino sin fin? Es todo para nosotros. Dame la mano y deja
tus huellas atrás, junto a las mías.
No hay comentarios:
Publicar un comentario